“Tal vez no son estrellas, sino más bien aberturas en el cielo por donde se cuela el amor de nuestros seres perdidos.”
Proverbio Inuit
La última vez que vi a mi primo Pablo, estábamos acostados en la cama viendo The Batman—doblada al español, con el volumen un poco demasiado alto, a nadie le importaba mucho. Yo ya había visto la película y no me había parecido gran cosa la primera vez. Pero ese día, se volvió sagrada.
A Pablo siempre le encantaron los superhéroes. Especialmente The Flash. Tenía una debilidad por la velocidad, por esas historias donde alguien podía ganarle al destino. Pero ese día, no se trataba del héroe en la pantalla. Se trataba de nosotros tres—Pablo, su hermano Javier y yo—compartiendo una cobija, una película, y lo que en el fondo sabíamos que sería nuestra última vez juntos.
El cuerpo de Pablo ya estaba cansado. El tumor cerebral le había quitado mucho. Su voz era suave. Pero sus ojos—sus ojos aún tenían ese brillo. Esa sonrisa pícara. Esa que te hacía sentir que estabas dentro de un chiste que el mundo todavía no conocía. Esa que te hacía reír incluso cuando nada tenía gracia.
Nos sentamos con él. Vimos la película. Nos reímos. Y cuando aparecieron los créditos, miré a Javier, él me miró a mí, y los dos supimos.
Tenía que irme. De regreso a Texas. De regreso a lo “normal”. Sin Pablo.
No quería decir adiós. No porque no supiera qué decir, sino porque sabía exactamente lo que significaba.
Javier también lo sabía. Es el hermano mayor de Pablo, pero también su protector más feroz. Su guardián. Su espejo. El lazo entre ellos era del tipo que te deja sin palabras. Silencioso, profundo, tejido a lo largo de décadas de cuartos compartidos, bromas internas y batallas libradas juntos.
Así que cuando miré a Javier en ese momento—cuando la pantalla ya estaba en negro y lo único que se escuchaba era el zumbido del ventilador y la respiración del hombre que los dos amábamos—no hizo falta decir nada.
Lo sabíamos.
Luego miré a Pablo.
Me devolvió la misma sonrisa suave de siempre, como si estuviera a punto de burlarse de mí por algo. Como si supiera que había llorado antes en el pasillo. O que todavía no sabía pronunciar bien ciertas palabras en español. O que estaba a punto de irme por última vez y no lograba disimular lo mucho que me dolía.
¿Sabía que era una despedida? ¿Sabía que era yo?
No lo sé. Los tumores cerebrales son crueles así. Se llevan cosas sin avisarte qué exactamente han tomado.
Pero al final, no importaba. Porque el Pablo en esa cama seguía siendo Pablo. Ese primo pícaro, tierno, sarcástico y ferozmente amoroso con el que crecí. El que venció al cáncer dos veces y aun así se tomaba el tiempo de preguntarte cómo estabas. El que iluminaba cada cuarto y mantenía su luz encendida—para los demás—aun cuando todo estaba oscuro.
Todavía no se había ido. Todavía estaba ahí. Y nosotros también.
Así que vimos una película.
Éramos primos, pero se sentía más como hermanos. Pablo era menor que yo, pero en muchos sentidos, siempre fue él quien me enseñó cómo estar realmente con las personas.
De niños, pasábamos los veranos como si fueran mundos por inventar. Creando juegos, intercambiando chistes, viendo caricaturas con una intensidad que normalmente se reserva para la religión o los deportes. Siempre un poco travieso, siempre un paso adelante con el remate—y siempre, siempre amable.
Incluso de niño, Pablo tenía esa facilidad magnética. Como si pudiera ver más allá de tu torpeza, tus errores, tus defensas—y te quisiera igual. No era algo forzado. No era ruidoso. Simplemente estaba ahí. Silencioso. Constante. Inquebrantable.
Y eso nunca cambió.
Creció. Enfrentó el cáncer. Lo enfrentó otra vez. Vivió con un dolor que la mayoría de las personas ni siquiera puede imaginar. Y, sin embargo, a través de todo eso, siguió guiando con alegría. Con risa. Con amor.
En su entierro, la tierra misma se sentía abarrotada. Vinieron cientos. Familia, amigos, compañeros de trabajo, vecinos—personas que lo conocieron una vez y nunca lo olvidaron. Todos ahí por Pablo.
No era solo dolor. Era gratitud. Porque Pablo no solo tocó vidas—las elevó. Con esa sonrisa ladeada. Ese ingenio. Esa aceptación profunda, inagotable, que te hacía sentir que pertenecías.
Y de alguna manera, hizo que todos nosotros nos sintiéramos así.
Todavía no sé cómo decirle adiós a Pablo. Y no estoy seguro de que algún día lo sepa.
El duelo tiene esa forma de colarse por los costados. No siempre llega en los grandes momentos, los aniversarios, las fechas señaladas. A veces está en las cosas pequeñas, cotidianas. Una canción. Un chiste. Una película que ni siquiera me gustó la primera vez.
The Batman nunca volverá a ser solo una película.
Será el recuerdo de tres hombres—uno desvaneciéndose, dos aferrándose—compartiendo un momento silencioso y sagrado en una habitación llena de amor.
Y tal vez eso sea lo importante. Pablo se fue, sí. Pero no del todo.
Está en la risa que aparece demasiado fácil. En la aceptación que damos sin condiciones. En la decisión de estar para los demás, incluso cuando estamos cansados. Sobre todo cuando estamos cansados.
Está cuando amamos con todo lo que somos, aunque duela.
Y está cuando recordamos que lo que hace que la vida valga la pena no es lo pulidos que parecemos, sino lo presentes que estamos dispuestos a estar. El uno con el otro. El uno para el otro.
Extraño a mi primo. Extraño a mi amigo. Extraño esa sonrisa, esa voz, esa forma que tenía de hacerte sentir que estabas justo donde debías estar.
Y si está en algún lugar…
Espero que esté corriendo—libre, rápido, sin miedo—en algún sitio más allá de este dolor.
Igual como The Flash.
Igual como Pablo.